J. Á. González Sainz, España, 1956.
Escritor, ensayista, profesor y traductor español. Actualmente vive entre Soria y Trieste. Su último libro es El viento en las hojas (Anagrama, 2014). Con anterioridad destacan las novelas Ojos que no ven (Anagrama 2010), Volver al mundo (Anagrama, 2003) y Un mundo exasperado (Anagrama, 1995), por la que recibió el XIII Premio Herralde de Novela.
En 2006 le fue otorgado el XXV Premio de las Letras de Castilla y León; en 2015 el VII Premio Observatorio D’Achtal de Literatura (Madrid, mayo 2015). Ha escrito también una larga serie de artículos y cuentos, entre los que cabe mencionar los contenidos en el libro Los encuentros (Anagrama, 1989), y ha traducido a diversos escritores y filósofos italianos, en particular buena parte de la obra de Claudio Magris.
En 1989 fundó la revista independiente de crítica de la cultura Archipiélago, que dirigió hasta poco antes de su desaparición en 2009. Fue profesor de la Universidad de Venecia (Italia) entre 1982 y 2015, y es fundador y profesor del Centro Internacional Antonio Machado de Soria (CIAM) para la enseñanza del español y la cultura española.
Literatura y vigilancia
Es sólo un apunte para corroborar un poco mi elección. Se trata de un fragmento de Steiner de finales de los años sesenta del pasado siglo. En él alerta sobre el hecho de que nuestra cultura literaria, artística o filosófica, “se convirtió en el escenario” en el que se produjeron las grandes matanzas y genocidios del más terrible de los siglos de la historia, el que acaba de pasar hace nada y tenemos pues ahí mismo a nuestro lado, con su industrialización técnica del asesinato y la crueldad en los campos de concentración y el mayor embaucamiento de masas conocido. “Ahora sabemos —dice Steiner— que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche y acudir por la mañana a su trabajo en Auschwitz” como si tal cosa. “Decir que los ha leído sin comprenderlos o que su oído es torpe, no es sino banalidad e hipocresía”. Porque lo que de veras ocurrió es que los instrumentos de nuestra civilización —las universidades, las artes o los libros— “no consiguieron oponer la adecuada resistencia a la brutalidad”, y a veces hasta la acogían y celebraban. ¿Por qué?, se pregunta Steiner, ¿cuáles son los vínculos que existen entre los esquemas mentales y psicológicos de la cultura superior y las tentaciones de lo inhumano?, ¿algo de su tedio y su saciedad predisponen a la sociedad literaria para un desahogo de la barbarie?. A lo mejor ya ni siquiera escuecen estas palabras.
Cada época, sin embargo, tiene sus cursilerías y sus esnobismos, sus ñoñeces y presunciones, y respirar continuamente sus fibras éticas y estéticas puede ser tan nocivo a la larga como respirar las fibras del amianto. Mata la conciencia y el gusto; aunque no lo parezca, va produciendo en ellos, poco a poco y en silencio, una metástasis de la estupidez y de la malevolencia, del narcisismo y la banalidad. Construimos aún hoy, o a lo mejor de nuevo hoy, con demasiada uralita —ese material hecho con amianto— edificios y burbujas culturales espectacularmente deleznables y kitch. Correctos, instrumentales y hasta lindos y vistosos o incluso apabullantes. Pero ñoños, esto es, sin verdadera gracia ni utilidad ni belleza. Mojigatos. Convendría reciclarlos con sumo cuidado.
Convendría guarecernos de la intemperie de la “consustancial insuficiencia del vivir humano” de que hablaba Antonio Machado —porque vivir es siempre insuficiencia—, y de las consiguientes faltas y angustias de sentido, no con fascinantes sublimaciones o nuevos cuentos de hadas, con novelas de caballerías de nuevo cuño, sino con buenos relatos, más bellos, más cruciales y valederos, independientemente de si son narraciones de aventuras ambientadas en el siglo XVII o en nuestras guerras civiles o ahora mismo, de si tratan de la formación de un yo o el ahogo de un yo o la formación o el ahogo de la eternamente renovada juventud o bien, como en alguna de las mías últimas, sobre terrorismo en parte.
El caso es no amodorrar la sensibilidad sino despabilarla; no contribuir a la inmensa mojigatería y cursilería de cada época —y la beatería no sabe de derechas ni de izquierdas, de sexos ni clases ni adscripción ninguna— sino a desmantelarlas; no abonar “la banalidad y la hipocresía” de que hablaba Steiner, es decir nuestra banalidad y nuestra hipocresía, sino detonarlas y allegar fuerzas para resistir, para tratar de “oponer resistencia a la brutalidad”. Herir y ser bálsamo al mismo tiempo, hacernos salir con mayor entereza de la lectura después de habernos hecho trizas, con el ánimo enaltecido después de habernos puesto por los suelos. Después de habernos hecho presente en la narración, y no tan sólo representado, la pesadez de los altibajos del vivir humano y también su aleteo, su sueño y su nada.
Machado hablaba de la cultura como el “humano tesoro de conciencia vigilante” que todo autor que se precie debe contribuir a aumentar. Despertar conciencia, pues, juicio, juicio estético y ético, vigilancia frente a la banalidad y la hipocresía de cada momento: una buena tarea.