Félix Terrones, Perú – 1980.
Autor de las novelas El silencio de la memoria (2008, Mundo Ajeno) y Ríos de ceniza (2015, Textual). Además, es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003, PUCP), del libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014, Nazarí) y del libro de cuentos Notas en un pasaporte (2022, PEISA). En coautoría, con Paul Baudry y Luis Hernán Castañeda, ha publicado el libro de crónicas y testimonio Cuadernos de Obrajillo (2019, PEISA). En el ámbito del ensayo ha publicado Un sueño hecho ficción: los prostíbulos en la novela latinoamericana (2019, Calambur). Y en digital ha publicado el conjunto de microrrelatos Pequeño tratado de escritores (2015, Aurora Boreal). Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Diversos relatos suyos han aparecido en antologías y publicaciones peruanas e internacionales. Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés y al francés. Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana (summa cum laude). Entre otros establecimientos de educación superior, enseñó literatura latinoamericana y traducción en la Ecole normale supérieure de París. Actualmente es Profesor Asociado en la Universität Bern de Suiza. Ha sido invitado a dar charlas y conferencias en universidades europeas y latinoamericanas. Colabora con diversos medios con críticas y artículos literarios como Librújula, Milenio, Le Grand Continent, Quimera y Letras Libres. Ha traducido la novela Conquistadors del escritor francés Eric Vuillard (premio Goncourt 2017). Actualmente, vive y trabaja en la ciudad de Tours (Francia).
El exilio en un mundo sin fronteras
En las últimas décadas, las distancias se han acortado de manera tal que podemos encontrarnos en cualquier parte del mundo. No importa el país del que venimos; al final, nos encontramos en el extranjero para delinear la identidad latinoamericana. Sin embargo, no es tan sencillo como parece. De hecho, resulta casi una tautología afirmar que en un mundo sin fronteras el exilio permitiría la experiencia de ser extranjero y, con ella, la posibilidad de formular una identidad. Lo que cambia en nuestros días es el vínculo del hombre con el tiempo, sea donde se encuentre. El ensayista colombiano William Ospina lo formula con lucidez de la siguiente manera: “El problema no es que ahora todo esté en todas partes, y que las culturas se mezclen y se confundan, que las distancias se hayan acortado, que un viajero que sale de Estanbul al amanecer pueda estar al mediodía en España y a medianoche en Buenos Aires, que todo se acelere, se interconecte, se transparente en lo otro y a veces se confunda, porque todo eso forma parte de un hábito antiguo de intercambios y migraciones, se trata de que simultáneamente se van incorporando al mundo cosas que no proceden de la tradición ni de la memoria sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por renunciar a todo lo conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus espectáculos y sus innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa inexplicable de sus muchedumbres.” (William Ospina, El dibujo secreto de América latina, p.85).
Si antes el tiempo tenía un volumen, un espesor, ahora ha perdido dimensión. A esto contribuyen mucho las nuevas tecnologías como lo son esa fantasía de las redes sociales que nos impone una puesta en escena permanente y constante. Por primera vez en la historia, a fuerza de estar en exhibición permanente corremos el riesgo de quedarnos estáticos. No es una acrobacia retórica sino una dramática constatación. El sentido último del viaje —es decir el descubrimiento y el entredicho de la subjetividad— termina viciado por ese exceso de realidad. El exilio, antes tan enriquecedor, se ha convertido en repetir los mismos gestos cotidianos en cualquier parte del mundo. El pensamiento, la reflexión y la creación el arte, han sucumbido a la necesidad que tiene el consumidor de reconocer de inmediato el producto.
Quizá esto explicar algo curioso: como nunca, la literatura utiliza la primera persona. Ahora bien, hagan la prueba de abrir cualquier libro de moda, cualquiera de esas ficciones que cuentan la vida de un sujeto en cualquier parte del mundo: todas cuentan exactamente los mismos problemas de aislamiento y no de soledad, de depresión y no de melancolía, de adicciones y no de excesos. Pueden intercambiar los nombres de los autores sin arriesgarse a desnaturalizar el contenido del relato. La literatura se ha convertido en un espacio de reconocimiento, donde el lector no acude para sentirse extranjero sino más bien para identificarse. Esto explica que mucha gente considere como la mejor literatura aquella en la que pueda identificarse con los personajes y la vida que viven, por más consuetudinaria y plana que ésta sea. Lo que realmente importa en la literatura de nuestros días no es manifestar un descontento o darle forma a una disidencia, personal o social, sino calcar la existencia mediocre, vacía de promesas que el capitalismo nos regala con displicencia.
¿Cuál es el lugar del exilio en todo esto? Quien tiene un compromiso con la escritura, aquella que de verdad importa, esa que se aleja de lo convencional, procura dejar ese territorio por conocido y tópico. Así, ser extranjero se convierte ahora en alcanzar una voz, una escritura característicos que permitan distinguirse de la convención general, convertida, a fuerza de repetición, en caricatura. Se trata de una tarea ardua, que requiere entregarle al presente su complejidad perdida. Frente a la literatura inmediata, la literatura que reflexiona; frente a la literatura calculadamente inmoral, la literatura transgresora; finalmente, frente a la literatura divertida, la literatura que te deja perplejo.